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Julieta Marchant (Santiago, 1985). Editora, licenciada y magíster en Literatura y estudiante del Doctorado en Filosofía, con mención en Estética y Teoría del Arte. Ha publicado Urdimbre (Ediciones Inubicalistas, 2009) y Té de jazmín (Marea Baja Ediciones, 2010). Codirige el sello de plaquettes Cuadro de Tiza Ediciones y es coordinadora de edición en Alquimia Ediciones. Los poemas publicados aquí son inéditos.

Homenaje a Guadalupe Santa Cruz

 

Sumándose al homenaje realizado por Elvira Hernández y Luz María Astudillo, Julieta Marchant comenzó su lectura con un texto de la escritora Guadalupe Santa Cruz, fallecida en enero de 2015:

 

Nunca nada tuvo nadie sino su voz, el cuerpo de voz que ha sido suyo.

          Sin cesar todo se mueve y la parcela que soy entre tantos volúmenes cambia de forma. Debo dibujar y escribir una y otra vez este cuerpo en estado de amenaza recorrido por sustancias desconocidas y expósito, expuesto al roce con artefactos ajenos a todo paisaje anterior, un antes enorme. Me muevo con todo lo que se mueve, mi parcela es una mancha y un pincel a la vez. Le sigo la huella a la misma y distinta parcela trastornada, expuesta pero mía, cuerpo alentado y alerta en su abandono a los ajetreos sanitarios, persigo el tono, busco los acentos que se han hecho espacio en mí desde entonces, desde cuándo, desde que lentamente, desde que esta parcela perdió su voz.

          Escribo para ti que me lo pediste y escribo por mí, por mi afasia escribo, invento letras por pulir como antes afiné el órgano de viento que era que soy con tinta al extremo de las notas.

          Estas palabras son también materias trabajadas por un tiempo, por más de un tiempo, la vivacidad de lo vivido y la vida en las letras donde empieza a criarse sola, a germinar otra cosa, una cosa o quizá un tiempo que es eco entre lo uno y lo otro, entre presencia y sombra con figura que también es presencia.

          Sé que en la otra página también se va escribiendo sobre esta parcela.

          No sé quién, yo estoy concentrada en la compostura, estoy rehaciendo a medida de la velocidad en que muta mi parcela, estoy sujetando, a pinceladas y caligráfica la forma suave y lenta de un antiguo nuevo cuerpo, un cuerpo, me entiendes, un cuerpo que es despertado en toda potencia como si pudiera con su fulgor.

          No me pidas explicar el acá y el allá, uso sus bastones para avanzar rápido.

          No me preguntes por dónde comienza, si acaso hay.

          A veces la música retumba en el cuerpo desbocado estrellándose a favor del mundo, en esa dirección.

          No lograré dibujarte un mapa, no. Una cierta mirada minuciosa, es todo. Y el desgaste del cuerpo en aquella pérdida de proporción.

 

Guadalupe Santa Cruz

           Esta parcela

 

 

Poemas de Julieta Marchant

 

 

[Morir podría ser... ]

 

Morir podría ser ese instante en que lo dicho crece o se ausenta. Irse podría ser quedarse, aunque despacio, mirando a través del vidrio un rostro que se multiplica. Decir palabras con la lentitud de un extranjero que se resiste a una nueva lengua y que sin embargo se apega a su amor por el ritmo que causan las letras al juntarse. Reunir, agrupar, hacer coincidir el término de una figura con otra. Dibujar para cerrar los ojos y que el oído imagine. Escribir con la intuición de un niño que ve en el error un pájaro que se eleva.

 

(De Habla el oído)

 

 

[Una imagen: mi abuela recogiendo castañas]

 

Una imagen: mi abuela recogiendo castañas.

Un tiempo inalcanzable

o el espacio que prolonga una ínfima constelación.

Aguardo palabras mientras afuera acontece lo infinito:

él agacha la cabeza frente a una vitrina que le devuelve su reflejo,

una mujer se acerca a su hija para estirar la costura de su falda,

llueve y sin embargo nadie se levanta de las sillas,

él enfoca la cámara esperando que no posen

–una escena espontánea para la posteridad–

qué escena podría serlo se pregunta y dice miren

justo cuando la pequeña del rincón se arregla el pelo.

Mi cabeza se puebla y se vacía, la mano empuja.

Cierra la puerta y concluye la imagen,

pero el ruido de su nombre continúa escarbando.

No lamentamos despedirnos

sino saber que por mucho que construyamos

la lluvia seguirá existiendo

y sin embargo

nadie se levanta.

Dije basta y mi eco encontró refugio

en la amplitud de esa palabra.

Mientras escribo ella toca piano con los ojos cerrados

usa audífonos para no molestar

y el movimiento de su pie sobre el pedal

me incita a adivinar un cierto ritmo.

En el relato gira la música.

Tu cuento es incomprensible, le dice

y él explica que intenta retratar el mundo

a través de la experiencia de un árbol.

El profesor sale y vuelve con la hoja de un gomero

y pregunta ¿qué ves?

Nadie entiende

y sin embargo

no nos paramos de las sillas.

Qué sopesa este poema, cuál será su alcance.

Una voz o un murmullo, nunca supe la diferencia.

Qué tendrá que ver un gomero,

una imagen

que no podremos entender aunque siga merodeando.

La memoria y su camino,

quiero decir su torpeza, sus brazos largos.

Una idea básica: voy detrás de mi abuela,

le ofrezco cargar las castañas.

Una pregunta elemental: cómo sostener ese canasto siendo yo tan pequeña.

Mira la tierra húmeda, quisiera hundir mi cuerpo ahí, dijo.

No vi tierra, sino un mar de hojas secas

sus crujidos al caminar, acomodándose estaban, recuerdo

lo frágil

quisiera hundir mi cuerpo

concluir.

Arrimarse a las lagunas que habitan las palabras

o dejarse tocar por ese espacio que una vocal deja intocable.

La pregunta didáctica: ¿qué es un poema?

¿Por qué usted habla de sí mismo en tercera persona?

Una distancia entre lo que pensé y lo que dije, nada medible por cierto.

Las hojas sometidas a mecerse

una se enreda en la dureza de una rama, se desprende y cae.

Mira cómo baja, apuntó con el índice,

girando lento, el viento sostiene –aguanta–

y seguía apuntando

mi abuela

que se hundió en la tierra húmeda.

No estaba yo para contar esa historia, aunque estoy para escribirla.

Mi madre lanzó la bicicleta en medio del camino

corrió hacia el lado opuesto, se detuvo jadeando y lloró a gritos.

Fijo en el papel un relato, disimulo sus olvidos

estampo una cierta inmovilidad.

En el poema lo accidental,

la primera escena que me arrebató un silencio involuntario:

solo queda soportar la contemplación

de unas manos intentando soltarse de unas manos muertas

–los dedos de mi madre son extremadamente largos–.

Llueve y los turistas con sus gorros de paja simulan que no llueve

me sumerjo en el mar

atrás

donde no podría obviar el agua,

¿y si de pronto me abandono?

(nadie se levantaría de sus sillas).

El nombre aprieta, mi madre aprieta, mi abuela aprieta

un puñado de castañas,

las curvas de sus manos se endurecen

y de pronto ya no están.

Desplazar el nombre, abandonarse en el área muda de la lengua,

conservar lo que raspa bajo las palabras.

Siempre tuvo que ver con eso

para mí

el desgarro de lo simple.

Prometerse alivio a la sombra de un ciruelo,

un beso discreto como si la cercanía rajara

(adentro es posible desaparecer).

Jurar lo que seremos incapaces, tanto entusiasmo pienso

lo irrecuperable, la esquina donde dijo ya no más

–su eco encontró refugio en la estrechez de esa frase–.

Cierra la puerta y concluye la escena, pero el ruido continúa.

De la salida atesorar

el temblor

algún indicio que nos ate a la memoria,

separarse de las manos de otro para hacerse cuerpo,

retener y velar por lo propio.

Una cierta incomodidad al hablar del pasado, cuánta ajenidad.

Una imagen: la sombra de un árbol.

Una pregunta elemental: cuántas veces ese árbol impondrá la evocación.

Por qué usted habla de sí mismo en tercera persona

le pregunta y él la mira con violencia.

El pulso de las palabras serena la muerte.

La lluvia sigue impaciente, su cadencia obra.

Los turistas son tan solo parte del paisaje

allá, me pregunto

cuál será el lugar que nos corresponde,

a pesar de todo el pesar

y sin embargo

–me precipito–

nadie se levanta de sus sillas.

 

(De El nacimiento de la hebra)

 

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