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Nona Fernández nació en Santiago de Chile en 1971. Es actriz y escritora. Ha publicado el volumen de cuentos El Cielo (2000), las novelas Mapocho (2002), Av. 10 de Julio Huamachuco (2007), ambas ganadoras del Premio Municipal de Literatura y traducidas al alemán por la editorial austriaca Septim Verlag; Fuenzalida (2012), traducida al francés por la editorial francesa Zinnia, y Space Invaders (2013). El año 2011 es elegida por la Feria del Libro de Guadalajara como uno de los 25 Secretos mejor guardados de la literatura latinoamericana. El Taller, su primera pieza teatral, fue estrenada en 2012 por su compañía La Fusa, seleccionada como una de las mejores obras del año, y ganadora del premio Altazor 2013 a la mejor dramaturgia, y el Premio Nuez Martín como mejor obra 2014.

 

Space Invaders (extractos)

 

A veces soñamos con ella. Desde nuestros colchones desperdigados por Puente Alto, La Florida, Estación Central o San Miguel, desde las sábanas sucias que delimitan nuestra ubicación actual, refugiados en los catres que sostienen nuestros cansados cuerpos que trabajan y trabajan; de noche, y a veces hasta de día, soñamos con ella. Los sueños son diversos, como diversas son nuestras cabezas, y diversos son nuestros recuerdos, y diversos somos y diversos crecimos. Desde nuestra onírica diversidad podemos concordar que cada uno a su propio modo la ve como la recuerda. Acosta dice que en su sueño ella aparece niña, tal como la conocimos, de uniforme escolar, con el pelo tomado en un par de trenzas largas. Zúñiga dice que no, que nunca ocupó trenzas, que a él se le aparece con una melena negra y gruesa enmarcándole la cara, melena que solo él recuerda porque Bustamante tiene otra imagen y Maldonado otra y Riquelme otra y Donoso otra, y todas y cada una son diferentes. Los peinados y los colores varían, las facciones no terminan de enfocarse, las formas se borronean, y no hay manera de ponerse de acuerdo porque en los sueños, lo mismo que en los recuerdos, no puede ni debe haber consenso posible.

            Fuenzalida sueña con la primera vez que la vio. Cuando despierta no recuerda bien cómo era su peinado, así es que no entra en ese debate con el resto del curso porque para Fuenzalida lo importante en los sueños son las voces, no los peinados. Fuenzalida sueña con muchas voces infantiles cuchicheando en la sala de clases del quinto año básico y con el profesor de turno pasando la lista. Acosta, presente. Bustamante, presente. Las voces de cada uno de los niños van respondiendo con el tono preciso, tal cual eran, porque aunque las voces se diluyen con el tiempo, los sueños saben resucitarlas. Donoso, presente. Fuenzalida, presente. Y entonces el turno de ella, su nombre pronunciado bajo los bigotes negros del profesor. González, se escucha en la sala, y desde un banco solitario de la fila del fondo, la alumna nueva, o quizá no tan nueva, responde presente. Es ella. No importa cómo se ve su pelo, su color de piel o sus ojos. Todo es relativo, menos el sonido de su voz, que cuando se trata de sueños, según Fuenzalida, es lo mismo que una huella digital. La voz de González se nos cuela desde el sueño de Fuenzalida y toma nuestras propias imágenes, nuestras propias versiones de González, y ahí se instala y se queda para acompañarnos noche tras noche. Algunas visita la almohada de Acosta, otras el colchón de Maldonado, otras las sábanas rotas de Donoso. Y así el recorrido nocturno es una pasada de lista circular que no termina nunca, un chequeo eterno que no nos deja dormir tranquilos. Han pasado años. Demasiados años. Nuestros colchones, lo mismo que nuestras vidas, se han desperdigado en la ciudad hasta desconectarse unos de otros. Qué ha sido de cada uno es una incógnita que poco importa resolver. A la distancia compartimos sueños. Por lo menos uno bordado con hilo blanco en la solapa de un delantal cuadrillé: Estrella González.

 

* * *

 

El juego es simple y tenemos una hora para jugar. Todos lo sabemos por eso llegamos puntuales. Nuestros padres pasan a la reunión de apoderados y nosotros nos encerramos aquí, en esta sala oscura que es de un curso más arriba o de un curso más abajo, pero no del nuestro. Nos gusta venir de noche aunque no estemos invitados. Nuestros padres se sientan en nuestros pupitres, responden a una lista de asistencia con nuestros nombres y discuten con nuestra profesora cosas que tienen que ver con nosotros. Mientras tanto, aquí, a pocos metros, nos hemos sacamos los uniformes y venimos con otras ropas, ropas nuestras, ropas reales, dispuestos a ser de verdad y a jugar nuestro propio juego.

          La luz se apaga en la sala y entonces el aire se vuelve espeso. En medio de una oscuridad negra como la noche o la muerte, nosotros, los de siempre, dejamos de ser los mismos. Ya nadie es quien dice ser. No llevamos nuestros nombres bordados en la solapa de ningún delantal o cotona. Somos otros. Sombras, fantasmas calladitos que se pasean en silencio alargando brazos y manos para intentar dar con algo. Donoso busca a Maldonado. Le toca un hombro, luego el cuello, enreda sus dedos en una mata de pelo desordenado que cree que es de ella. Bustamante se encuentra con un codo que va a dar a la mano derecha de alguien, no sabe de quién, pero tampoco pregunta. La cara de Fuenzalida se junta con la de Riquelme, nariz con nariz, respiran al mismo tiempo, se toman el olor, el sabor, prueban la saliva el uno de la otra. Zúñiga avanza por la sala oscura buscando a González. A tientas toca cabezas, piernas, brazos, y quisiera llamarla, pero aquí los nombres no funcionan, las pasadas de lista quedan fuera de la pieza oscura y González ya no es González porque ahora es un poco Maldonado y un poco Fuenzalida, y un poco Acosta también. Y una lengua va a dar a la boca de Zúñiga. Es una lengua chiquitita, pero muy intrusa que puede ser de cualquiera. Y alguien se ríe y alguien se esconde, y alguien se vuelve a reír, mientras otro estornuda en una esquina y otro choca allá adelante con la pizarra. A Bustamante le arden las orejas, siente que le van a reventar. Donoso muerde el cuello de Maldonado, parece que no se aguanta, y Maldonado grita como un gato. Zúñiga se ríe por las cosquillas, porque alguien le hace cosquillas o a lo mejor no es nadie y es risa, pura risa que nos toma a todos, mientras el reloj a cuarzo con lucecita de la muñeca de alguno marca minutos antes del final. Entonces aprovechamos los últimos segundos del juego, y vienen los abrazos, los ahogos, los apretones, las lenguas que lamen y que buscan y que no hablan, porque aquí no hay palabras, ni nombres, somos solo un cuerpo de muchas patas y manos y cabezas, un marcianito del Space Invaders, un pulpo con brazos de varias formas que juega este juego a oscuras que está a punto de terminar.

          La luz se enciende de golpe y el inspector nos mira desde la puerta. Todos estamos muy bien ordenados, los hombres al lado derecho, las mujeres al izquierdo. Algunos leen un libro. Otros duermen en su silla porque ya es tarde y mañana hay que levantarse muy temprano para volver al liceo a estudiar.

 

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Que parece que Zúñiga y Riquelme hicieron algo malo. Que parece que los pillaron en algo terrible, que por eso los suspendieron un par de días, que por eso no han venido, dice Maldonado. Que Zúñiga anda metido en política, que por eso le pasa lo que le pasa, responde Acosta. Que qué es que esté metido en política, pregunta Donoso. Que no puede ser que ande metido en política porque es muy chico, dice Maldonado. Que sí puede ser porque sus papás son dirigentes y su hermano militante, responde Fuenzalida. Que qué es ser militante. Que qué es ser dirigente, pregunta Donoso. Que todos en los cursos más grandes son dirigentes o militantes. Que anda enchufándote porque no somos tan chicos, responde Bustamante. Que sí somos chicos, dice Maldonado, tenemos solo doce años. Que no, que no podemos ser tan chicos para algunas cosas, responde Bustamante. Que qué es política. Que todo es política. Que de qué sirve. Que qué importa. Que por algo no se puede ser político, que por algo está prohibido por el gobierno. Que no está bien que se prohíban cosas. Que a quién le importan esas huevadas. Que no digan garabatos. Que yo hablo como quiero. Que te voy a acusar con el inspector. Que a lo mejor tú acusaste a Zúñiga y a Riquelme. Que yo no acusé a nadie. Que yo no tengo idea de lo que hace Zúñiga y Riquelme. ¿Alguien tiene idea de lo que hace Zúñiga y Riquelme? ¿Alguien tiene idea lo que es estar metido en política? Que cállense que viene el profe de matemáticas. Que todos a sus puestos, que todos sentados, que todos calladitos. Que se abre la puerta, que buenos días niños, que vamos a pasar la lista, que Acosta, que Bustamante, que Donoso, que bla, bla, bla. Que abran sus libros en la página treinta y dos. Que profesor, que antes de empezar queremos hacerle una pregunta. Que qué pregunta quieren hacer. Que qué es meterse en política. Que qué edad hay que tener para poder hacerlo. Que silencio. Que el profesor mira desconcertado. Que silencio. Que se demora un rato antes de responder. Que silencio. Que Fuenzalida sueña con él, con ese silencio instalado en la sala, que ella puede sentirlo lo mismo que nuestras voces. Que silencio. Que nadie habla esta vez, que no cruje ni un banco, ni un papel. Que niños, contesta el profesor de matemáticas, que esta es la clase de matemáticas y que al colegio se viene a estudiar y no a hablar leseras.

 

* * *

 

Ninguno tiene claro el momento exacto, pero todos recordamos que de golpe aparecieron ataúdes y funerales y coronas de flores, y ya no pudimos huir de eso porque todo se había transformado en algo así como un mal sueño. A lo mejor siempre había sido así y no nos habíamos dado cuenta. A lo mejor Maldonado tenía razón y antes éramos muy chicos. A lo mejor nos habían mareado con tanta tarea de Historia, tanta prueba de matemáticas y representaciones de combates contra los peruanos. De pronto las cosas despertaron de otro modo. La sala de clases se abrió a la calle y desesperados e ingenuos saltamos a la cubierta del barco enemigo en un primer y último intento condenado al fracaso.

          Maldonado sueña con la palabra degollados. La ve escrita en el titular de todos los diarios de esa época. En los quioscos, en la mesa del comedor de su casa, entre las manos de su mami, en la carpeta gruesa del estante número cuatro del tercer pasillo de la biblioteca del liceo. Maldonado no sabe lo que quiere decir la palabra degollados, pero intuye que es algo horrible y entonces su sueño se vuelve una pesadilla. Fuenzalida sueña con la voz de un locutor entregando la noticia por la radio del auto de su mamá. El hombre habla de un hallazgo macabro, así dice, y menciona la palabra, que también para Fuenzalida es una palabra nueva. Zúñiga sueña con el funeral de esos degollados. Dice que estuvo ahí, que fue con sus padres y su hermano. Acosta recuerda un ataúd en un lugar al que no sabe cómo llegó. Había muchas flores y velas y gente que se mantenía en silencio, dice. En un momento apareció el hijo de uno de los muertos, un escolar igual que nosotros, con su uniforme puesto, con la insignia de su liceo en el pecho, y el joven se ubicó junto al cajón durante un buen rato. Quizá dijo algo. Acosta no lo recuerda, porque nunca recuerda voces, pero lo que sí tiene claro es que el joven no lloró. Nunca en todo ese tiempo que permaneció junto a su padre en el ataúd, lloró. Zúñiga dice que al llegar a su casa, de vuelta del funeral, toda su familia fue detenida. A él y a su hermano los liberaron al día siguiente, pero a sus padres los trasladaron a otro lugar desconocido. Donoso y Bustamante fueron apaleados en una concentración estudiantil. Donoso perdió para siempre la movilidad de su dedo meñique y Bustamante terminó en la Posta Central con diez puntos en la cabeza. Fuenzalida escucha una marcha multitudinaria rumbo al Cementerio General. Son muchas voces gritando y canturreando consignas, haciendo exigencias, rezando por los muertos. En la casa de Riquelme comenzaron a recibir llamadas anónimas. Una voz desconocida garabateaba a su mamá, que trabajaba en algo que nadie sabía muy bien qué era porque era algo secreto. Le decían que si seguía hueviando le iba a pasar algo a su hijo o a su madre. Fuenzalida siente el ruido de la muchedumbre lanzando pétalos de flores a las carrozas fúnebres, miles de pétalos que lo cubren todo como una lluvia de panfletos tirados a la calle. La casa de Donoso fue registrada por un grupo de carabineros. Desordenaron todo y rompieron algunos muebles, pero no se llevaron nada. Donoso dejó de dormir por las noches, tenía miedo de que la patrulla llegara en cualquier momento y se llevara sus diarios de vida, sus revistas de cómic o a sus padres. Fuenzalida escucha los pasos de la multitud avanzando con banderas y pancartas. Llenan avenidas, cruzan puentes, caminan sin detenerse. Estuvimos un par de días buscando a los papás de Zúñiga, pero no dimos con ellos. De una comisaría fueron trasladados a un lugar incierto y no había rastro de ninguno de los dos. Una noche, a la salida de su trabajo, la mamá de Riquelme fue secuestrada. Doce horas después la soltaron. Traía sus pezones cortados con una hoja de gilette en forma de cruz. Fuenzalida no recuerda cuál es el funeral con el que sueña. Puede ser el de los hermanos de la Villa Francia o el de los profesores del Latinoamericano, o el del joven quemado por una patrulla de militares, o el del cura que murió baleado en la población La Victoria, o el del joven que cayó acribillado en la calle Bulnes, o el del periodista secuestrado, o el del grupo asesinado el día de Corpus Cristi, o el de los otros, todos los otros. El tiempo no es claro, todo lo confunde, revuelve los muertos, los transforma en uno, los vuelve a separar, avanza hacia atrás, retrocede al revés, gira como en un carrusel de feria, como en una jaula de laboratorio, y nos entrampa en funerales y marchas y detenciones, sin darnos ninguna certeza de continuidad o de escape. Si estuvimos ahí o no, ya no es claro. Si participamos de todo eso, tampoco. Pero las huellas del sueño han quedado en nosotros como las marcas de un combate naval destinado al fracaso. Sigue ahí, penando cada vez que apagamos la luz. Despertamos de él con la barba de corcho ensuciando nuestras almohadas, y con esta desagradable sensación de haber sido acribillados por una bala verde fosforescente, por una mano de madera ortopédica.

 

 

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