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María José Viera-Gallo (Santiago, 1971), escritora y periodista. Publicó sus primeros cuentos en el suplemento juvenil Zona de Contacto de El Mercurio, en su columna de ficción "Anita Santelices”. Ha sido antologada en Disco Duro, Mp3, Junta de vecinas, Los mejores cuentos del siglo XXI, entre otros. Ganadora de los Juegos Literarios Gabriela Mistral de la Municipalidad de Santiago (2002), del Concurso de cuentos de Revista Paula (2004), es autora de dos novelas, Verano Robado (Alfaguara, 2006) y Memory Motel (Tajamar Editores, 2011), y del libro de relatos Cosas que nunca te dije (Tajamar Editores, 2014). Fue parte del equipo de guionistas de la película Joven y Alocada y actualmente colabora como asesora creativa para la próxima película de Che Sandoval. Se desempeña como cronista freelance del periódico El Mercurio, profesora de adaptación cinematografica en la UDP y dicta talleres literarios.

 

 

Memory Motel (fragmentos)

 

 

 

JUSTO CUANDO ME creía curada algo volvía a enfermarme. A veces era un simple rumor sobre Igor. Otras, la brusca toma de conciencia, similar al despertar de un sueño, de que no volveríamos a estar juntos.

          Una vez más, llamé al doctor Asaid y le dije que la picazón en mi cara no me dejaba en paz. El doctor concedió darme un último frasco de jarabe. Ese día tenía una emergencia y no podría atenderme personalmente. Si quería la medicina debía retirarla en una tienda de celulares ubicada en Marcy con Broadway, que atendía un amigo de él, Alí, también bengalí.

          Me bebí casi la mitad del frasco en el camino de regreso a casa. Al acercarme a Wythe Avenue dejé de sentir mis piernas y me vi convertida en algo similar a un busto con alas. Si no hubiera aparecido Mr. Koolman no habría acelerado mi vuelo a casa.

          Cuando desperté la melodía ya no estaba ahí. No sabía dónde me encontraba ni qué día era. Todo lo que recordaba era haber subido al techo con la botellita de mi medicina en una mano, mi tabaco en la otra, y una información memorizada en la cabeza, que ya no sabía a qué correspondía.

          Busqué otras señales a mi alrededor que me ayudaran a orientarme. Entonces reconocí las estrellas desteñidas de mi silla, la amplia explanada de cemento del techo y su estante de agua erguido en altura. El ancho río, las antiguas fábricas abandonadas, el imponente puente de fierro a mi izquierda. Si eso no era Williamsburg, alguien lo había duplicado perfectamente. Un barco de carga avanzaba lentamente de sur a norte. Llevaba containers parecidos a cubitos de azúcar, lo que me hizo pensar que se trataba de los últimos desechos de la refinería de azúcar Domino.

          De pronto nada importaba comparado con ese nombre que seguía rondando en mi memoria. Income Tax and Paralegal Services. Estaba segura de que tenía algo importante que hacer ahí, pero no sabía qué. La única manera de averiguarlo era bajando a mi departamento y revisar mi e-mail, pero ni siquiera podía doblar un dedo del pie. Cogí mi celular como si tuviera las manos envueltas en guantes de nieve. Revisé mis mensajes. Hace cinco días que intento ubicarte. ¿Dónde estás? ¿Por qué no respondes? Rebecca.

          ¿Era posible que llevara inconsciente cinco días? Me toqué los labios, duros y ásperos como la cáscara de una piña.

          La ropa que vestía era tan reveladora como la que me faltaba. Todo olía a suciedad y transpiración. ¿Por qué ya no tenía puestos mis hawaianas? Estaba segura de haber regresado de la consulta del doctor Asaid con ellas en mis pies. Me miré brazos y piernas; un tapiz rojizo de picadas de mos-quitos e insolación.

          Agua, pensé de pronto, y estiré mi mano hacia una botella Fuji donde flotaban algunos zancudos.

          Después de ese largo apagón de cinco días empecé a moderar mis dosis de jarabe. Dormía con los ojos abiertos y despertaba con los ojos cerrados. Noche y día se alternaban como si alguien estuviera jugando con el interruptor de la luz. Todos los pensamientos que antes me envenenaban la sangre ahora se volvían inofensivos, abstraídos de su gravedad original, o convertidos en mensajes lanzados por otra mente que yo podía leer.

          Esas verdades que me daba miedo oír, se asomaban como si fueran carteles plantados a un costado de una carretera que desfilaban a toda velocidad desde la ventanilla de un auto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

HAY TANTAS COSAS que existen sin confundirse.

          ¿Por ejemplo? El sol. ¿Acaso el sol duda si salir o no cada mañana? ¿Y los animales? Los animales van, comen, bostezan y se reproducen. Las piedras, igual: se quedan estáticas, esperando que el mar las arrastre consigo. Los moluscos, los caracoles y las plantas, misma cosa. ¿Por qué nosotros en cambio dudamos todo el tiempo?

          Me llevé otra copa de vodka a los labios. Estábamos sentados en la pequeña mesa de la cocina, uno frente al otro, separados por una vela. Zang, mi ex compañero de oficina, el único con el cual había entablado cierta amistad durante mi paso por Goldman & Goldman, había venido a mi casa a pasar un nice dinner on the roof. En lugar de encontrarse con la traductora compuesta y come galletas de la sección de spanish, al otro de lado de la puerta había aparecido una mujer con la cara reseca de tanto llorar que apenas podía sostenerse en pie.

          Había olvidado por completo nuestra conversación telefónica sobre cenar dumplings de vegetales y helado de lichi en el techo. Es más, no recordaba haberlo invitado a mi casa ni haber chateado más de tres líneas. Nunca antes nos habíamos visto afuera de las paredes de la oficina, pero mi colega había viajado desde Queens a Williamsburg a visitarme, y no le importaba cambiar nuestro menú de Shangai por el resto de la botella de un vodka polaco que yo bebía desde temprano ese día. El vodka se llamaba Souvbroska, y tenía un hilo de pasto verde flotando al medio que le daba un sabor añejo y dulce.

          Apoyé mi cabeza en la muralla. A medida que hablaba mis ojos se iban entrecerrando solos hasta partir en dos mi esfera visual, como una puesta de sol interrumpida en la mitad.

          Las personas en cambio, me escuché decir, se toman el derecho de despertar un día y decirte estoy confundido. Es normal, cuestionarse las cosas es algo asquerosamente normal, y está bien, estamos hechos así, dudamos todo el rato, qué película ver, qué droga tomar, qué libro leer, a qué trabajo postular; pero cuando dudamos de una persona, sólo conseguimos destruirla. ¿Sabes lo que le dije al final la otra vez por teléfono? Que creía en la muerte natural de las cosas. ¿A qué te refieres?, me preguntó él. A que no hay nada más triste que matar algo que aún está vivo, le dije, y nuestro matrimonio lo está, o por lo menos estoy segura de que le queda una segunda vida. ¿Sabes cuánto se demoraron mis padres en asumir que no podían seguir juntos? Toda mi niñez. Tuve que perder mis quince dientes de leche.

          Zang me escuchaba con una rara mezcla de recogimiento y abstracción. El poder de su oído era superior al de su palabra y sin jamás interrumpirme, ni desviar sus ojos de mí, absorbía mi lamento como si fuera una música hasta entonces desconocida. Intenté en vano abrir la conversación a otra esfera y dije: Este vodka me lo recomendó Vasnia, de la sección de lenguas eslavas. ¿Te acuerdas de ella? Ahora vive en Los Angeles, escribe subtítulos de películas polacas. Según ella, es mejor que traducir remedios: los personajes apenas hablan, y cuando lo hacen repiten lo mismo: I’m so hot, I’m coming, o cosas así… Es raro cómo en esta ciudad las amistades duran tan poco —a veces días— y sin embargo al mismo tiempo se siguen proyectando con uno en el tiempo, levanté mi vaso y lo bebí al seco. En cambio, no sé, vives cinco años con tu marido y de pronto te dice que se va a ir donde un amigo “a pensar” y te das cuenta lo fácil que es que no vuelva más. Mientras él sigue pensando cómo terminar contigo, porque es eso lo que en realidad quiere, caes en la cuenta que vas a tener que lidiar con un broken heart el resto de tu vida. Yo quería algo más que eso, ¿me entiendes? Hay que quedarse con algo, siempre. No hablo de un objeto, una green card o una cuenta en el banco o el pie para un departamento; me refiero a algo que sobreviva a cualquier final y te haga sentir que no te desperdiciaste del todo, ¿entiendes? Yo quería… algo muy simple: un hijo. Siempre lo quise. Una mierda de deseo incumplido. Sólo cuando tenemos ganas de tener un hijo con alguien sabemos que lo amamos. ¿Ahora con quién voy a tener un hijo? Una vez casi fui madre. Terminé desangrada en Bellevue. ¿Has estado en Bellevue? Dicen que si no has pasado por Bellevue no conociste Nueva York. Como sea, después de esa pérdida preferimos olvidarnos del asunto y tomar precauciones. Un par de años más tarde, las ganas volvieron pero Igor insistía en esperar: Espera a que termine mis expo, espera que encontremos un departamento más grande, espera que viajemos.... Le faltó decirme: espera que nos separemos. Nunca era el momento y nunca lo sería…. Cada vez que le pedía que se sacara el condón me hacía sentir como si le estuviera pidiendo mar para Bolivia, y entonces me acordaba de mi vecina Rebecca y su consejo: No hay que confiar en los hombres que nunca eyaculan adentro tuyo. Lo peor de todo fue que el hijo que no estábamos teniendo nos convirtió en un cliché de esas parejas de nuestra edad: yo, la mujer de treinta y algo con un antojo maternal insatisfecho y un reloj biológico en contra; él, el hombre exitista y calculador, enemigo de los bebés y los coches en las veredas. Patético. Pero qué le iba hacer, Igor no quería terminar como esos artistas que vienen a Nueva York un par de años, echan de menos el choripán los domingos y se vuelven a Chile a procrear o whatever. Por mucho que le dijera que nada de eso iba a ocurrir y que seguiríamos con nuestra vida de siempre en Brooklyn, a él ya se le había metido en la cabeza que ser padre era fracasar.

          La cocina se había llenado de vapor. Zang había puesto a hervir agua en una olla para echar sus dumplings, olvidando apagarla. Al parecer, el vodka de Vasnia también empezaba a hacerle efecto. Me pregunté si su paciencia no escondía alguna segunda intención. Despegué mi cabeza de la muralla y la apoyé en mi antebrazo, extendido a lo largo de la mesa. Sin darme cuenta habían empezado a correr algunas lágrimas por mi ojo derecho.

          Es raro como dejó de amarme. Fue tan rápido. Fulminante. Y con esa misma rapidez me va a olvidar. Lo sé. ¿Pero no es Proust el que dice que somos lo que olvidamos? Y si es así, ¿en qué se va a convertir Igor a través de su olvido? En realidad Proust no me enseñó nada. Ni siquiera terminé de leerlo. Fue mi hermano. Cuando murió, me di cuenta de que las personas que quisiste nunca se van del todo. Se quedan escondidas en rincones insospechados. Puedes sacarte una espina del dedo, un mal sueño, una carta que no deberías haber escrito, una calle donde alguna vez caminaste sintiéndote miserable, un viaje. Pero no una persona. Hay que haber perdido alguien para saberlo, e Igor nunca ha perdido nada, al contrario, sólo ha sumado cosas en su vida: novias, autoestima, trabajo, dinero, méritos, amigos, reconocimiento… Cuando le pregunté si había algo mío que rescataba, me dio una respuesta escolar: Me enseñaste muchas cosas. Me reí sola. ¿Desde cuándo el matrimonio era un seminario? Hubiera preferido no enseñarle nada, ni siquiera a dormir siesta sin sentirse culpable, menos a ayudarlo a convertirse en un artista —como me confesó después—, con tal de que se hubiera quedado. Porque una vez que un hombre se siente completo vuelve a sentirse inquieto y ansía aprender más cosas de las que ya sabe. Los hombres nerviosos siempre tienen que amar a mujeres que los deslumbren. Y entonces, cuando se dan cuenta de que tú sigues viendo las mismas películas y tomando la misma botella de vino, se declaran aburridos y confundidos. Un día llegan otras mujeres a robar lo que uno construyó y los encajan rápidamente en sus vidas. Entonces ya no hay espacio para meas culpas y segundas oportunidades. Mientras tú te preguntas qué mierda pasó, te odias y te preparas para remediar tus errores, él ya tiene otra vida. Ni siquiera hay tiempo para tener una segunda oportunidad. Fuck. ¿Y entonces sabes lo que pasa?

          Zang hizo un gesto de aprobación con la cabeza.

          Tu vida se convierte en una seguidilla de comienzos sin finales. Una y otra vez te ves retrocediendo al mismo punto en que te encontrabas cinco años atrás. Porque la famosa teoría de la evolución es dar dos pasos adelante y cuatro atrás. Si hubieras venido a esta casa tres meses atrás te habrías dado cuenta a qué me refiero. En lugar de estar en esta cocina habríamos subido al techo a beber cerveza y a reírnos de Suárez y quizás, más tarde, te habría hecho un tour por esos nuevos bares del barrio que tanto le gustan a la gente...

          La última vez que fui a un bar, ¿sabes lo que me pasó? Me echaron a patadas. Era invierno. Quería hacer pipí. Hago la fila del baño. ¿Por qué siempre hay que hacer fila para todo en esta ciudad? Anyway, no podía aguantarme. Salgo al patio con Igor. Un backyard de madera típico, que se usa en verano como terraza. Me escondo detrás de unas cajas vacías de Jack Daniels y me bajo los pantalones. Quince grados bajo cero, ahí mismo, helándome todo. Mi pipí sale como cubito de hielo. Estoy por terminar cuando aparece un guardia. Me grita que me vaya, que soy una maleducada, que eso no se hace en the United States of America; le digo que se calme, Igor le pide que se relaje, que es sólo una emergencia; el hombre ni siquiera mira a mi marido, sólo me mira a mí, me habla de leyes y normas de comportamiento; alego de vuelta que hacer pipí es un derecho humano, que no estoy ofendiendo a nadie, y menos el honor de su país, que… Igor intenta interponerse y en eso el hombre me toma del brazo, me arrastra por el medio del bar, a la vista de todos, como si fuera una terrorista y me tira a la calle, sobre la nieve. Go home o llamaré a la policía, dice. Williamsburg es una farsa, grito.

          Esa fue la última vez que Igor me vio el culo.

          Zang me pasó un paño de cocina. Me levanté de la mesa tambaleándome pensando que quería que moviera la olla de lugar.

          —Es para ti —me interrumpió entonces, sacándome el paño de las manos y pasándomelo por los ojos—. No more tears, ¿ok?

          Lo miré. De pronto me sentía en deuda con él y nuestra cena fallida.

          —¿Has probado las hamburguesas de Dumont?

          —No aún.

          —Vas a ver lo que son —dije buscando el número en mi celular—. Perdona por hablar tanto.

          —Oh, no te preocupes. Me encanta el español —sonrió.

          —¿Qué? ¿No te estaba hablando en inglés? —me reí, nerviosa.

          —Bueno, no, pero sé lo que querías decir. —¿Qué cosa?

          —Que todas las historias de amor terminan mal.

 

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