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María Paz Rodríguez estudió literatura e hizo un magíster en letras hispanoamericanas en la Pontificia Universidad Católica de Chile. Su primera novela, El Gran Hotel, salió publicada por editorial Cuarto Propio (2011). También publicó el cuento Juan y Marta en la antología española Junta de Vecinas y en la antología chilena, Voces -30 de Ebooks Patagonia (2011). El 2014 fue finalista del concurso de cuentos Paula con su relato Los tigres. Actualmente es la editora de Ebooks Patagonia y en agosto de 2015 será presentada su segunda novela Mala madre, por Editorial Alfaguara. El cuento que aquí publicamos forma parte de su libro inédito Los tigres.

El gorro ruso y las meditaciones desde la habitación 117

 

 

Sonaba de noche. Como una robótica compañera que me indicaba el tiempo. Mi tiempo. Mi frecuencia cardíaca. El ritmo que tienen los alimentos al entrar a mi cuerpo. Como un río suave, transparente, lleno de vitaminas. El suero se parecía a un aire intravenoso que iba inflando lo que había quedado inerte con la fatiga. Con la muerte latente.

          La muerte. Ahora la pienso ahí, tan cerca. Tan como nunca antes. Una presencia que se había instalado en mi huesos, en mi colon, en mi intestino. Son los nervios, me dijeron ellos en la clínica. Son los nervios repitió ella con su cara escondida en el gorro ruso. Es que no puedo retener nada. Todo lo boto de inmediato, le contesté balbuceando en sueños mientras ella, como un fantasma, me espiaba desde la entrada de la habitación 117.

          ¿Qué te pasó? ¿Qué te pasó?, repitió la chica, como el clic que hace la máquina del suero. Una pausa de veinte minutos y clic. Tratando de quedarme dormida y clic. Acomodando el brazo lleno de cables y clic. ¿Qué te pasó?, susurró y luego me besó la mejilla desde su país, como cuando éramos niñas y dormíamos juntas. Se paseaba con su gorro ruso prendiendo y apagando la televisión con el control remoto. Y su aburrimiento, ahora, era total. Contéstame insiste. Dime qué pasó.

 

La muerte, digo yo, debe ser como este aburrimiento de ahora.

La muerte, me digo, debe ser lenta.

No me di cuenta cuando ya estaba ahí, rasguñando mi puerta.

 

 

          Y ella con su gorro ruso se duermen en el sillón cuidándome. Esa noche, antes de cerrar los ojos, me confesó que nunca había podido dormir tranquila con un hombre. Siempre siento que me falta algo cuando duermo con ellos, me dijo. Yo balbucee dos frases inconexas debido a la anestesia. Algo sobre la relación con sus padres y sobre el amor. Luego pensé en él y floté por un espacio fosforescente y clínico, muy parecido a la abducción, en que dejé de pensar y de sentir cosas.

………………………………….

 

 

          Te saluda desde tus restos. Tus restos; eso que comiste y que ahora arrastra consigo tu sangre y pedazos de tus tripas. Ese órgano que sabes que existe pero que nunca te enteraste, estaba tan adentro. Y tan afuera ahora. La mierda diluida en esa agua roja; podrida contigo. Y tú sintiendo que mueres un poco, con esa sangre. Te saluda en las mañanas y luego en las tardes y luego cada media hora.

          Y tu cuerpo empieza a cambiar. Tienes miedo porque ya no te sientes como antes. Ya no tienes esa fuerza, esas ganas de salir, de ver gente. De hacer esas cosas que te parecía necesario hacer. Tu cuerpo quiere soltar todo lo que entra y tú lo dejas; dejas que actúe. No sabes cómo ayudarlo ni alimentarlo bien. Se instaló en ti, demandando como un demonio, tu sangre y tus huesos. Esos huesos que ahora también están comprometidos. Los tres doctores coincidieron. Puede que te afecte el calcio, dijeron ellos. El calcio es importante a tu edad, con el tema de la maternidad y todo eso, agregaron.

          El dolor es profundo ahora, por no saber qué es lo que te pasa cuando te levantas cada media hora de la noche para ir al baño y botar y botar.   Finalmente ya no queda nada. Solo ese dolor compañero, resignado, apretado.

 

Tu enfermedad se parece a ti ahora.

Desnutrida.

Débil.

Flácida.

Solitaria, como en una isla donde solo necesitas un baño. Un baño en

el que quepan tus heridas.

Tu enfermedad se parece a ti ahora.

 

 

          Haz perdido la vista. Haces esfuerzo y te cuesta enfocar. Ya  no caminas como antes, si no que vas agachada como una anciana. Sostienes tu estómago como un ejercicio de apoyo simbólico. Como una metáfora que no ayudará en nada ni cambiará el hecho de que ese pan que acabas de comer saldrá convertido en esa agua infesta. Te resignas a que así sea y tomas otro pedazo. Por si acaso, te dices. Pero ya está ahí, ese dolor de tripa que sube y te exige baño. Cada media hora: baño. Cada quince minuto: baño. Baño.

 

          Te alejaste de ellos porque te aburrían. Vivías como en una película, cantando canciones inmateriales que se te pegaban en la cabeza. Entonces, sentías que sí había un motivo. Y te arreglabas, te pintabas los ojos, te ponías esa chaqueta brillante de lentejuelas, te trenzabas el pelo y llegabas a ese lugar donde estaban ellos y esperabas a que te lo dijeran una y otra vez. Qué guapa, qué linda tu chaqueta, me encantan tus zapatos. Que te admiraran como siempre por cosas que no eran importantes. Y cuando hubiera pasado el minuto y tus brillos ya no llamaran la atención, abrir esa boca para contar lo que estabas haciendo. Esas actividades que te hacían sentir especial. Los lugares a los que habías ido. El viaje que harías. Las bromas que se te habían ocurrido. Y cuando eso también se acababa, siempre quedaba el baile. Siempre podías bailar para todos como una princesa alejandrina. Bailar como en un ritual pagano y fundirte con tus miserias; con esos vacíos que discutes demasiado contigo misma; con esa soledad que nadie puede atenuar.

 

          Y tu enfermedad se parece al vacío que sientes.

          Desde ese verano en que decidiste ser como los otros, porque ser como tú era un poco triste.

          En esos tiempos eras demasiado solitaria. Perdida. Y, en el fondo, siempre encontraste que el mundo estaba mal. Que nada funcionaba como tú pensabas y que la gente te aburría. Todos siempre te han aburrido tanto. Entendiste demasiado pronto que la ilusión importaba más que la vida misma.

          La vida misma, te dices: lavar los platos después de un almuerzo con tu hombre, tras haberle hecho croquetas. La vida misma, ¿salir o no salir a comer? La vida misma. Encerrarse tres días a escribir sobre cosas que no  le  importan a nadie. La vida misma. Ojear revistas con luces pasteles, revistas donde quieres vivir y aprender a ser como esas mujeres limpias. Vestirte como ellas, sentirte como ellas, verte como ellas. Sin problemas. Sin defectos. Y así haces. Te mentalizas. Te miras al espejo y parece que estás más delgada, como  ellas. Compras esas cremas y esas pociones para el pelo y luego aprendes a moverte así, sin problemas, mientras le echas sal a esas croquetas que dejan tu cocina con olor a cebolla.

………………………………………….

 

 

          Escucho como la niña del gorro ruso canta una canción.

          Una canción que se trataba de un tiempo en que ella ya no usaba gorros rusos mientras camina por Berlín. Sube al metro y busca un asiento con su boleto en la mano. Espera que no se lo pidan, ya se lo han pedido antes. Y ha tenido que pagar hasta 40 euros porque los alemanes no se pueden pasar de 10 minutos. Sabe que pueden entrar en cualquier minuto. La amo desde lejos, con sus preocupaciones y su cara igual que antes. Me dice que también está cansada. Tampoco sabe bien qué hacer ahora. Lleva dos años en Berlín mirando el mapa de las estaciones cada vez que se sube al metro. Para confirmar que no se perderá. Para confirmar la ruta que debe tomar. Ahora hace frío, pero no sabes como es después. No sabes. Y la ciudad funciona igual, asegura ella. Yo la miro con pena, porque sé que no volverá. Camina lento y no toca a nadie. Acá nadie se toca, me dice. Caminamos juntas pero soy torpe. Yo sí toco a las personas.

          La noche siguiente llegamos tarde a la filarmónica. Corrimos y los guardias de la entrada nos miraron feo. No nos importó y reímos como cuando  éramos más chicas y llegábamos tarde a los lugares, siempre corriendo atrasadas por culpa de ella. Nos sentamos detrás de la orquesta. Entraron en silencio con sus zapatos negros de charol. Compuestos, muy compuestos los alemanes. La mujeres llevaban sencillos vestidos negros con algún detalle en lentejuelas. Veíamos sus peinados de cerca, distintos matices de lo rubio. Del techo colgaban luces y los instrumentos sonaban con una limpieza precisa; una limpieza lúcida en sus formas. Cuando empezó la música la emoción me dolió en el intestino, pero no como un dolor malo, sino como un dolor de intensidades. De verdades que se iban revelando, ahí. Ella se sacó el gorro ruso y me tomó la mano. Las dos llorábamos por algo exacto, aunque no sabíamos bien qué era.

 

          Yo viajaba al otro día.

          Ella se quedaba ahí, en un punto inmóvil entre Berlín y su propia vida.

          Ella siempre me terminaba llevando a los lugares hermosos que tenía su propio arte. Ese pequeño hogar que construimos hace tantos años, tan olvidado por mí. Esa forma meticulosa e intuitiva de llegar a sus certezas, me transportaron ahí, en la filarmónica, a su mundo, que es el mío. El lugar que dejé ese verano en que me convertí en una chica de revistas. Era más fácil y menos agotador vivir en colores pasteles.

          Ella se fue, yo me quedé. Ella buscó. Yo asumí el camino seguro. El camino apegado. Ella está sola y camina por las estaciones del metro de Berlín buscando un asiento. Yo camino por las calles buscando un nuevo adorno  para mi casa.

          Eso no es importante, me digo ahora.

          Eso nunca fue importante me repito una y otra vez.

          Y ella con su gorro ruso me grita que resista, que ella tiene fe. Que una día volveré y que iremos a la filarmónica, comeremos prettzels con mantequilla y nos tomaremos de la mano, reconciliadas por la música y por el tiempo.

 

………………………………………

 

          El agotamiento.

          Las náuseas de despertarte con la boca seca de un mal sueño.

          Esa hora antes de que despunte la mañana, en que el transporte escolar ya está estacionado frente a tu casa y espera a que los hijos del vecino salgan, peinados con olor a colonia.

          No quieres que empiece pero necesariamente debe empezar.

          Das los buenos días a tu hombre y agradeces, internamente, de que aún esté ahí.

          De que no te haya abandonado con tu olor y esa enfermedad que se va

apropiando de tu casa y de su vida juntos.

          Toman desayuno en silencio y se interrumpen para coordinar situaciones de la semana. La visita de su hermano. El almuerzo donde tus padres. La navidad, ¿dónde será?

          No sabes lo que tienes que hacer ese día, pero sí, que improvisarás, a menos de que la enfermedad te lo impida.

          Él no tiene nada que decirte y tú tampoco.

          Están esperando el diagnóstico del doctor.

          Tres días en que ya no puedes caminar. En que notas que tampoco ves bien. Estás tensa cuando manejas. Te cuesta concentrarte y casi te desmayas en el supermercado porque había mucha gente.

          Ese día no te pudiste levantar del baño y gritaste su nombre retorcida como un animal que se muere envenenado. No tenías aún todos los exámenes, pero al menos tenías algunos. Sangre, heces, orina: tu cuerpo, tus síntomas, tu dolor de cordero abierto. No debe ser tan grave te dijiste mentalmente, pero el engaño no te permitió levantarte. Él no pudo entrar al baño porque cerraste la puerta con llave por el olor. Golpeó fuerte y te preguntó si estabas bien, que ya estaba preocupado. Le contestaste que sí, que estabas bien, mientras jadeabas con la respiración, contrayéndote como una serpiente. Llamó al doctor y él le dijo que te llevara. Te limpiaste como pudiste y sentiste cómo te rajabas aún más. De todos  modos abriste las ventanitas del baño, por vergüenza, por pudor de él, que ya estaba acostumbrado a la podredumbre. Incluso te lavaste lo genitales con agua; esos hoyos por donde se te escapaba la vida. Con la ducha dejaste que corriera el agua, sorbiste pasta de dientes y te rociaste una colonia de manzana. Te vistió como pudo y te subió al auto como un bulto. Eso eras: un bulto demasiado pesado para seguir aguantando. Te llevó en silencio, preocupado, hacia la clínica. Te tomó la mano y sentiste que estaba allí. Que no te abandonaría.

          Quedaste tirada en una camilla. Te pincharon por todas partes. Te amarraron a un suero que sería como una parte de tu corazón durante esa semana. Como una respiración simultánea, porque te estabas muriendo y todavía no te enterabas.

          Como un tigre anestesiado, inerte pero con los ojos abiertos, te revisaron con tubos y cámaras y descubrieron que estabas muy herida por dentro. Herida desde el estómago hasta abajo, mientras la muerte se paseaba como un pariente más.

          Te metieron una sonda por la nariz con agua, para revisarte por un scanner.

          Y le echaron drogas al suero.

          Y viste cómo se te hinchaban los brazos y los pies y cómo se te rajaba la piel de los tobillos por la hinchazón de los corticoides.

          Son los nervios dijeron ellos.

          ¿Haz estado con muchas tensiones en tu vida?

          Das vuelta la cabeza, ya no quieres mirar a nadie. No quieres mirarlo a él, ni que piense que es su culpa porque ambos saben que no. Crees que se siente impotente por lo que te pasó, pero, insistes, no es su culpa. No respondes y  ocultas el llanto, pero todos lo notan porque te están rodeando como a una muerta; cualquier cosa que hagas se nota. Incluso que llevas dos días sin ponerte calzones porque simplemente estás atrapada en tu cable de suero.

 

          La enfermedad, te dices. ¿Qué pasó conmigo?, te recriminas sin querer hacerte más daño. Uno de tus amigos te ha llevado una revista de moda. Lo quieres por haber venido. Lo quieres por estar ahí y en su inocencia, traerte un regalo. Pero no quieres ver su revista. Ya sabes lo que viene adentro. Ya sabes lo que vas a sentir cuando la abras. Solo quieres estar perdida en la habitación 117, pero sabes que en tres días más tendrás que irte. Que él te pasará a buscar y no te cerrarán las botas por los corticoides. También sabes que no va a parar. Que volverá a ser lunes. Que volverá a ser martes y así, tendrás que lavar platos, después de haber cocinado croquetas.

………………………………….

 

          Me escribe desde Berlín. Ya no le queda dinero, está pensando en volver a vender grabados por Internet. Le ofrezco ayuda, pero nos cuesta vender lo que hacemos. No nos enseñaron a vender. Me pregunta cómo sigo de salud. Cómo me siento. Y no sé por donde empezar. Me dice que allá ya están con grados bajo cero. Que prácticamente está durmiendo con el gorro ruso y la veo, como un rehén de la nieve, circulando como una hormiguita por esos puentes congelados, donde antes nos sacamos fotos instantáneas.

          Sé que está llorando. Me dice que quedó mal desde que me fui. Yo también quedé mal. Terminé en la clínica, pero eso no se lo digo. Como si haberla ido a ver me hubiera mostrado lo peor y lo mejor de mí. Verme tan adulta. Tan frívola. Tan aburrida de mí misma.

          Por eso, cuando paseábamos, me gustaba detenerme en cada sitio histórico. Detenerme ante las tumbas, en la muerte ajena; detenerme en los holocaustos perdidos de una ciudad demasiado marcada por las balas. Las balas las dejaron intactas, me dijo ella. Para que los alemanes recuerden. Y nos metemos a un monumento lleno de lápidas que llegan hasta el cielo. Como en un laberinto. Le grito que me espere, que estoy débil, pero ella desaparece sacándole fotos al cielo.

          Sé que no volverá.

          Yo no volví igual.

          Yo lloré en una fila, junto a un grupo de rusos mal vestidos, mientras esperaba en el aeropuerto mi turno para entrar a Policía Internacional. Volví para que me diagnosticaran una enfermedad imparable que se parecía a todo lo que yo odiaba. Una enfermedad que se parecía a esa adultez estudiada y moderna, llena de cosas lindas. De amigos exóticos y de buenas fiestas. Una enfermedad que ahora, no me dejaba levantarme del baño para inválidos del aeropuerto de Madrid, donde la señora del aseo me pedía que abriera la puerta. Que ese era el baño de los lisiados.

 

          Ayúdenme suspiré yo.

          Ayúdeme que me muero.

 

          Su gorro ruso se cruzó mientras la luz blanca parpadeaba. Por el  alto parlante me llamaban a abordar, pero yo no podía subirme los pantalones. No podía contestarle a la encargada del baño. Finalmente cuando salí, la mujer vio que estaba enferma. Incluso me ayudó a llevar mi equipaje de mano a la entrada de la puerta de abordaje.

          Él me esperaba al otro lado. En ese otro país que era mi fantasma. En la casa que habíamos construido juntos. Yo lo amaba por estar ahí, esperándome en la salida del aeropuerto. Y lo amé aún más cuando, determinado, me vistió para llevarme a la clínica.

 

          Todo se ve distinto ahora.

          Bajé cuatro kilos de masa, piel, sangre y huesos y aumenté 5 kilos de agua. El agua está bien. Es móvil. Se acomoda dentro de mi cuerpo como un flujo.

          Apenas me puedo mover.

          Mi colon se quedó ahí, estático. Concentrado en las alucinaciones de los corticoides. Concentrado en las heridas que se van cerrando como capullos. Mi colon se quedó ahí, mirando, en éxtasis, un mandala que se dibujó  por mi intestino.

          Una válvula se cerró. Y tuve que abrir otras; otras válvulas que se activaron con los correos que me llegan desde Berlín. Ella ya no llora con su sombrero desde la camarita del teléfono. Encontró soluciones prácticas a sus problemas prácticos. Y   yo encontré soluciones complejas a mis problemas complejos. Aún no sé bien qué haré de mi vida y de mi arte. Aún no sé qué haré con mis revistas. Pero al menos, estoy más horas sentada pensando en estas cosas que en el baño soltando otras.

          Veo las fotos instantáneas subidas con mi teléfono. La veo a ella con su gorro ruso y siento la nostalgia más intensa. Asumo mis culpas. Asumo mis culpas le digo a mi intestino alucinado. Respira, me dice ella desde el país de la nieve y los puentes y las balas. Respira y así hago. Es una modernidad demasiado intensa esta, le comento desde la lejanía, pero entre los árboles del jardín del fondo de esa casa que armamos con él, y algunos momentos de pura acción y luz, encuentro algo que sí me hace sentido. Ella lo sabe y espera que así sea. No volverá, pero yo tampoco volveré a sentirme así.

          La enfermedad sale lenta de la habitación 117.

          La enfermedad va a buscar nuevos pacientes y yo sintonizo la radio de la filarmónica y recompongo las piezas de algo nuevo. Un proyecto parecido a la vida misma que me devuelva las ganas.  Que me devuelva a mi lugar.

 

 

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