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Eugenia Prado Bassi (Santiago, 1962). Escritora, diseñadora gráfica y editora en Ceibo Ediciones. Ha publicado El cofre (1987, con reediciones en 2000 y 2012) Cierta femenina oscuridad (1996), Lóbulo (1998) y Objetos del silencio, secretos de infancia (2007). El año 2004 estrena Hembros: asedios a lo post humano novela instalación en el Galpón Victor Jara, y en 2006 Desórdenes Mentales, obra de teatro dirigida por Alejandro Trejo, ambos con apoyo del CNCA. En 2011 publica Dices miedo, novela visual, y en 2014 el cuento infantil ilustrado BluVivi y Gusaringo viajan en la marcianave, co-creación con Vicente Pinto Prado, todos en Ceibo Ediciones. En 2015, obtiene Beca de Creación del Consejo de la Cultura, para su texto Asedios.

 

Fragmentos de Asedios y de Objetos del silencio

 

 

Uno. Una mujer babea su historia, su falta de fe.

          Y yo, insoportablemente en crisis, me instalo sobre la cama.

          La cabeza sobre la almohada. Mi pelo se llena de babosas.

          Entonces, tú y yo, nos desplazamos hacia el lugar donde todo nos sucede.

          Aterrados cuando el señor del maletín, la mujer de los labios pintados y el joven poeta, nos espían. Masculina la lengua, la vista, el párpado. Extraña forma de mirarnos. Y el hombre, en medio del alcohol, en medio de la noche y de las grabaciones extranjeras se acerca lento, algo busca, algo, quiere saber.

          —Pero mírela bien, si es tan linda –le dice.

          Ella, se hace la loca.

 

Dos. Y nos pasan tantas cosas, en medio de ti, en medio de la noche, en medio del taxi, en medio de los hombres y del sexo, en medio de los años.

          Insoportablemente en crisis, si no fuera por ti, jamás los subterráneos.

          Aturdida mi cabeza, se enreda de babosas asesinas.

 

Tres. Una mujer ríe a carcajadas. La veo ofrecer sus golpes, sus espasmos, con palabras torpes, crispadas.

          Insoportablemente en crisis, apocalípticas las voces de jóvenes poetas, y que, de tiempo en tiempo, se modifiquen nuestros mezquinos hábitos.

          Entre tanto, enroscadas, rojas y brillantes, las babosas juegan con mi pelo, con tu pelo, con las extensiones de tu pelo. Se mueven como enredaderas. Onduladas trepan. Algunas caen o se deslizan entre palabras blancas, otras, significan. Tomo algunas y me las llevo a la boca. Muerdo las vocales. Todos buscamos algo.

 

Cuatro. Viaje en Transantiago. Un tipo nos agrede.

          Que ni se atreva a tocar tu pelo, pienso. Él, al verme, baja la mirada. De miedo y de clase el hombre se entera y se aterra. De la fuerza que tiene la clase se aterra, en este país y en los espacios dónde nos movemos.

          Insoportablemente en crisis, un puñado de babosas resbala por mi cuello, mientras una casta completa de poetas apocalípticos siembra noches de amanecidas imposibles. El terror del día, del otro día, y que no se acabe la noche, tu noche, y volver a separarnos. Entonces, nos preguntábamos por qué tanto interés en el fin del mundo y no hablar del principio de todas las cosas; de la fuente dónde se confunde la voz, o de cuándo la lengua alcanza en el lóbulo su máxima fe.

 

Cinco. Una mujer juega y se ríe en la pantalla de la Tv. Su belleza de actriz favorita es tan espléndida que de rudeza espanta. Ella, la blanca de todos los espectáculos, sonríe.

          Y otra vez la mirada puesta sobre ti. Sobre mí, cuando nos miramos. Que no somos chicas fáciles, ni lo piensen, chicos menos, ni se les ocurra. Entonces, pensábamos alianzas imposibles y que juntos salvamos el mundo o, en una de esas, hasta nos apoderamos de todo.

          Insoportablemente en crisis, todos buscamos atrapar entre las piernas.

          Solo así, hundiéndonos en las cavidades del otro, es posible predecir el fin del mundo.

          Después, nos juntaremos, una vez más, a hablar sobre lo mismo, porque de qué hablábamos tú y yo, si no es de eso, de tanto darle al cuerpo hasta derribarlo.

          Insoportablemente en crisis, babeábamos historias ajenas y las propias y nos preguntábamos por qué, nosotros no hablábamos así de las catástrofes o de cuando no habrá mañana y es probablemente cierto, todo lo que digas, pero, por favor, Apocalipsis Zombi ¡NO! Que miedo.

 

(De Asedios, texto inédito).

 

 

EL HERMANO MENOR

 

Acerca de lo que le sucedió al hermano menor luego de la primera experiencia con su hermano, dos años mayor, y de cómo a modo de carta él le declara sus profundos sentimientos.

 

Qué me haces que siento que me muero. A mis nueve tú tenías once, eras de los hermanos, el mayor. Qué me haces que siento que me muero, me agoto, y ya no puedo levantarme y la luz de la mañana me pone tan triste. Qué me hacías cuando éramos tan niños. Por qué me duele la idea que me sitúa como presa única de tus movimientos. Por qué me besas. Por qué lo haces con tanta insistencia. Por qué me tocas. Me chupas tanto, que casi me gusta cuándo lo haces y la costumbre me obliga a soñarte. Te sueño en pesadillas con los ojos brillantes repasando cada movimiento que me vulgariza con hostilidad. Ahora, que he crecido, entiendo lo que hacías. Puedo ver cómo fuiste poniéndome todo esto en la cabeza. Aun así, te atreves a negarnos. Niegas el placer del primer día, y yo sin poder entender cómo podrías no privilegiar entre tus recuerdos el momento exacto de aquel día, en que tú y yo, desnudos frente al espejo nos iniciábamos bajo la fuerza de extrañas imágenes. Ese primer día, tú y yo nacíamos a la vida, anticipando sueños que dibujarían cómo iría dándose todo entre nosotros. Muy pronto, descubrí que lo que hacíamos te avergonzaba y de pudores me sentía triste y tan perdido. Sin poder entender cómo, después de haberme iniciado, anteponías semejante distancia.

          ¿Te avergüenzo? Te avergüenzan estos sueños míos, aun cuándo por las noches sigo el movimiento de tus labios que chupan sin tregua, y exhausto trato de apaciguar el dolor y que se calme mi dureza de ahí abajo.

          Solo tú me importas. Digo.

          Y te abalanzas y me atrapas y en silencio me sometes sin saber cómo avanzar tus labios que huidizos niegan el deseo que arde en mi boca. Mis labios chupan. Puedo verte destruido resbalar adentro de mi boca y me gritas que siga, que lo haga más rápido y yo, sin poder contener la respiración agitada. ¡Hazlo! ¡Chúpame despacio! Dices. ¡Sin vergüenza! Gritas. Nos ponemos ardientes y me golpeas sobre los muslos, sobre las nalgas hasta que el deseo nos estalla.

          En el acecho de las pupilas dilatadas del que escapa, confundidos nuestros cuerpos crecen. Y también la risa cuándo empieza a gustarme cómo lo haces encima mío cuando nos hacemos uno, bajo promesa de pacto secreto.

          Quieto. Me quedo quieto esperando la proximidad de otro de tus estallidos. Y tú vuelves sobre mí otra vez. Una y otra vez, cuando los demás no están y yo tengo tanto miedo de la reiterada insistencia con que me mojas. Dependo, ambos dependemos de tu astucia. Y me dices, qué tiene de malo. Que con una vez no pasa nada. Nada, juras. Y finjo que no me gusta porque tu poder es evidente.

 

Por las noches sueño contigo y me mojo con el recuerdo de tu mirada sobre mí hostil. Acércate, me dices. Sé que puedes hacerlo mejor. ¡Hazlo! Sin tener idea de cuánto me gusta cómo lo haces. Si no te va a doler. Susurras y sobre mí jadeas y entre quejidos te mueves hasta dejarme repleto. ¿Así? ¿Te gusta? Dices, cuando a golpes me sometes. ¿Ves cómo eres maricón? Gritas y me sofocas tanto, que ya no cabe adentro de mi boca, toda la fuerza de tu insistencia. ¡Mariquita! Gritas. Más fuerte. ¡Hazlo! Y mi boca, exhausta de aplacar tu necesidad, no se detiene y no puedo pensar, no puedo respirar y me siento perdido, sabiendo que no conseguiré volver en mí hasta verte caer de rodillas.

          Dos niños jugando. Éramos dos niños que aún hoy juegan.

          En el espacio sofocante de la infancia habita también la rotunda presencia de Madre. Pero Madre, no hará otra cosa que desaparecer en los recuerdos de cuándo no peleábamos, de cuándo nunca lo hacíamos, con tal de verla sonreír. Entonces, una vez más el apuro y la urgencia cuando Madre no está y a hurtadillas aprovechamos el tiempo de todas sus salidas. Y los empleados ni se enteran de lo que hacemos cuando Madre sale de la casa. Galopes de pies descalzos corretean por los pasillos. Oídos sordos, cuándo me alcanzas.

          ¡Dime si no es rico! Gimes. ¡Rico! Gritas. Y me bajas los pantalones y te refriegas encima mío y me besas en la boca. El ardor cede. Aprendo a disfrutarlo. Cuándo sobre mí resbalas y sobre mí jadeas y me jalas el pelo. Si no te va a doler. Dices y hasta te atreves a prometerlo, mientras me arrastro y suplico, abrumado por tus exigencias. Me gusta. Grito. Me gusta mucho. Pero por dentro tiemblo por una de tus nuevas ocurrencias.

          Por las noches me aprieto contra la almohada y lloro después de haber sido el perfume de tus labios salivados. Cómo odio la necesidad de este secreto que te apega más a mí. Eres el hermano mayor y también el de los inventos. Me enciendo con la precariedad de este silencio pero ya no tengo miedo.

 

(De Objetos del silencio, secretos de infancia)

 

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