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Alejandra Costamagna (1970, Santiago), escritora, periodista, licenciada en comunicación social, magíster en literatura y candidata a doctora en letras por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Autora de las novelas En voz baja (1996, ganadora del Premio Juegos Literarios Gabriela Mistral), Ciudadano en retiro (1998), Cansado ya del sol (2002) y Dile que no estoy (2007, finalista del Premio Planeta Casamérica). Ha publicado también los libros de cuentos Malas noches (2000), Últimos fuegos (2005, Premio Altazor), Naturalezas muertas (2010), Animales domésticos (2011) y Había una vez un pájaro (2013), y la antología de crónicas Cruce de peatones (2012). Su obra ha sido traducida a varios idiomas, ha escrito crítica teatral y artículos sobre teatro y literatura desde 1992 a la fecha en diversos medios chilenos, así como en revistas internacionales. En 2003 obtuvo la beca del International Writing Program de la Universidad de Iowa, Estados Unidos, y desarrolló una residencia en esa universidad. En 2006 fue invitada al festival Young Writers of the World en Seúl, Corea del Sur, y en 2008 le fue otorgado en Alemania el premio Anna Seghers al mejor autor latinoamericano del año. El texto que aquí publicamos corresponde a un fragmento de un material en proceso.

Yo quería escribir

 

Yo quería escribir la historia de mi tía abuela, Nélida da Milano. Era una historia que nacía en Italia, pasaba por Argentina y serpenteaba la cordillera de Los Andes hasta acabar en Chile. Una novela marcha atrás: los abuelos de mis padres, mis abuelos, mis padres, yo. Y Nélida como una flecha ciega que nos atravesaba a todos. Quería contar la historia de esta hija de piamonteses que llegaron a Buenos Aires en el buque Regina Elena a comienzos del siglo veinte y se trasladaron a la provincia, al pueblito de Campana, y que por esas cosas de la mala fortuna o del no hallarse en tierra ajena o vaya una a saber por qué, regresaron a su Piamonte lejano nueve años más tarde con una niña de tres años, Nélida, y sin un peso en los bolsillos. Con una niña que pasó la infancia sin pensar en argentinidades y fue alcanzada por la guerra a los trece años. Iba a contar la historia de esta muchacha de belleza prematura, que a sus veinte años era mecanógrafa, hablaba tres idiomas y un dialecto, tenía carácter de sobra, un novio llamado Bruno, un trabajo en la empresa Fiat de la ciudad de Turín y una pila de amigos y pretendientes, y que de un día para otro regresó –o más bien la hicieron regresar– a esa Argentina del origen donde aún quedaban parientes y contactos. Uno de ellos era mi tío abuelo Aroldo Costamagna, el hermano menor de mi abuelo paterno, el único soltero de la familia, primo en segundo grado, además, de Nélida Damilano. Un hombre joven, no muy guapo pero joven. No una lumbrera ni mucho menos, pero soltero y joven y sin grandes ambiciones y dispuesto, sobre todo, a casarse con la muchachita que llevaba su sangre. De modo que los padres de Aroldo y Nélida los comprometieron secretamente a la distancia –del Piamonte a la provincia de Buenos Aires, de un interior a otro interior– y el 3 de mayo de 1949 llevaron a la futura novia a Génova y la subieron al buque Salta con su baúl de cuero, una carta del padre que debía leer ya en altamar y su expresión de juventud suprimida, tachada de antemano. Y ella, que no quería dejar su tierra ni su novio ni hacer la América ni menos casarse con un pariente; que acaso pensaba que en pocos meses –a lo sumo un año– estaría de regreso en Italia, ya recuperada de las mordeduras de la guerra, se entregó a la travesía. Se entregó a esta Argentina que le resultó tan ajena, a la parentela completa, al idioma y a lo que viniera. No sabemos por qué se entregó, no podemos, no puedo entenderlo. Pero ella cubrió sus recuerdos y su necesidad de retornar a Italia con una tela muy gruesa. Y entró a trabajar en una fábrica como tipeadora y se casó con Aroldo Costamagna y al poco tiempo nació su hijo Agustín Bruno, que luego sería un muchachito de una timidez aplastante, bueno para las matemáticas y el fútbol, fan de Elvis Presley y las historias de terror. Un muchachito encorvado, con la piel afectada por el acné, que parecía tener una especie de lentitud en el pensamiento, una rendija abierta por la que a veces le entraban pelusas en la mente. Y acaso esas pelusas eran de la misma familia que las hebras del recuerdo en la cabeza de Nélida. Unos hilos gruesos, que paulatinamente la fueron sacando del letargo y la hicieron vislumbrar su destierro. Nélida pidió volver a Italia, per favore. Pero Aroldo era un hombre antiguo –bueno, pero antiguo– y cómo le venía con eso su mujer, su prima. No se trataba de favores sino de deberes. Aroldo no dejaba que Nélida viajara a Italia ni siquiera de paseo, no fuera a ser cosa que sus orígenes se la tragaran. Y ella empezó a hundirse en la fantasía del retorno, en volver a ver a su padre, en los paisajes de la infancia, en los amigos, acaso también en el novio Bruno y la felicidad que pudo haberse farreado, y una tarde se tragó un frasco de pastillas para dormir y fue su hijo, Agustín Bruno, que entonces estudiaba dactilografía –tal como lo había hecho la misma Nélida en Italia– y tecleaba y tecleaba en su máquina de escribir como endemoniado, quien la encontró tirada en la cama de mi abuela, su vecina y concuñada, con la saliva colgando de la boca y el frasquito vacío en el velador. Y fue Agustín, que en esos días escribía mil veces palabras como “zarzaparrilla”, “atril” o “gatitos”, el que llamó a una ambulancia. Y fue Agustín el que vio de cerca cómo el desvarío se apoderaba de las pelusas en la mente de su madre. Pero me estoy adelantando. Quedémonos en el tiempo en que Nélida quería volver a Italia y Aroldo trabajaba repartiendo levadura en todas las panaderías de Campana y en la tarde escuchaba el fútbol, se sentaba en un banquito a tomar el fresco, a la hora de las cigarras y los zancudos, le subía el volumen a la radio a pilas y gritaba “¡gool de Atlanta!” a cada rato, porque en ese tiempo el equipo de Villa Crespo, que era donde jugaba un cliente suyo de la levadura, casi siempre ganaba. Y en el verano, cuando mis padres argentinos residentes en Chile me depositaban en Campana para pasar las vacaciones con mis abuelos, Nélida ya tenía un poco la cabeza en otra parte y yo le llevaba latitas de mariscos en conserva y ella abría las latas como por inercia, con un abridor todo engrasado pero aún filoso, y sacaba las almejas o los choritos uno a uno con los dedos como pinzas, esos dedos de dactilógrafa profesional que había trabajado en la Fiat de Italia, y el tío Aroldo allá afuera, entre partido y partido, se lanzaba a contar chistes escatológicos. Me acuerdo del cuento (les decía cuentos, no chistes) del elefante con diarrea. Me acuerdo más bien de su escena climática: un elefante enfermo del estómago inunda el pueblo con su mierda y los habitantes nadan en una laguna fecal. No sé cuál era el chiste ahora que lo escribo. Pero Aroldo se reía con carcajadas intermitentes, risas que parecían aflorar de un lugar primitivo. Y me acuerdo mucho de la piel de Nélida, de esa belleza extinguida que aún iluminaba sus facciones. De su parecido, decían todos entonces, con la actriz Silvana Mangano, la protagonista de Muerte en Venecia. De su español a la italiana, de la güerra, la lingua, los zios; me acuerdo de sus cinco dedos unidos por las yemas, como haciendo un cuenco con la palma hacia arriba, y el leve movimiento de la mano en un vaivén que era también un gesto de interrogación, un gesto de no entender a estos otros que eran su familia, su sangre, pero también su desgracia. ¿Qué macana es ésa? ¿De qué carajo me están hablando? Eso debía decir con el gesto de su mano. No me acuerdo del momento exacto en que la mujer que había sido arrancada de su tierra empezó a extraviarse en sus imágenes de la güerra. Pero recuerdo que ya no paró más. Los pensamientos de Nélida revivían solos, sin su completa voluntad, el conflicto en Europa desde una Argentina trasquilada que yo desconocía. Desde su rincón, esa caverna oscura que era su mente y también su pieza de la calle 9 de Julio del pueblo de Campana y que estaba pegada a la casa de mis abuelos. Dos casas pareadas, dos construcciones unidas por un patio interior con un parrón de uvas negras, de cáscara gruesa como la misma memoria, gelatinosas por dentro. Yo almorzaba en una casa y pasaba la tarde en la otra. Huía de la siesta que organizaban mis abuelos –los suegros de Nélida, los padres de mi padre: quiero anudar firme ese hilo que nos unía en su trama completa, disculpen la insistencia. Digo que yo huía de la siesta en una colchoneta al lado de la cama de mis abuelos, todos bajo el ventilador con aspas de madera que colgaba del techo. El sonido de un armatoste que fabricaba viento, que en cualquier minuto se podía desprender del techo y cortarnos la cabeza con sus picotas filosas. Yo escapaba de la tortura de la siesta para refugiarme en la casa de Nélida, que casi no se movía de su pieza oscura. Le cebaba el mate, le llevaba galletitas que robaba del almacén de mi abuelo y me sentaba a escucharla. Era 1978, Argentina ganaba el Mundial de Fútbol en una final contra Holanda, mis abuelos festejaban, en Campana había centros clandestinos de detención y dicen también que una “cárcel del pueblo” donde la guerrilla hacía su propia justicia, y mi tía hablaba de una guerra al otro lado del charco, al otro lado de la memoria. Yo ahora, años más tarde, quería contar su historia con minúsculas, me parecía que la novela estaba extendida en alguna superficie impalpable pero real y que sólo faltaba escribirla. Pero cada vez que intentaba hacerlo, descubría algún vacío. Las piezas no cuajaban, las versiones resultaban contradictorias. Una caligrafía ajena borroneaba lo escrito y me dejaba en blanco, hundida en una espiral de silencios.

 

(Texto inédito)

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